100 mujeres: la mitad del mundo toma la palabra

Animación sobre la situación de la mujer a nivel mundial

Animación sobre la situación de la mujer a nivel mundial

Las mujeres alcanzaron avances importantes en la lucha por sus derechos, sin embargo, aún tienen desafíos importantes en relación con los hombres. BBC MUNDO presenta a través de una animación, la situación de la mujer a nivel mundial. Checa el link aquí:

FUENTE BBC MUNDO: http://bbc.in/19jx1ZD

Me gusta ser mujer (y odio a las histéricas)

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Pocas veces el cliché que hablaba del sexo débil ha padecido palizas como la presente. La autora no será feminista, pero su manera de ser mujer implica una cierta militancia irrenunciable.

N° 58

Noviembre – Diciembre de 2004

Son las siete de la tarde de un jueves de principios de julio y el taxista tiene el dial clavado en Radio 10. Chiche Gelblung, el conductor, conversa con Gabriela Acher, la actriz, y Gabriela Acher sostiene que el desencuentro de los sexos surge porque en el amor las mujeres necesitan tiempo mientras los hombres andan apurados. Que las mujeres queremos ternura y ellos sólo un poco de apretuje. Que ahora los hombres soportan una mirada crítica y, pobres tipos, se sienten disminuidos. Ellas están arrasadoras y ellos asustados, y por eso hay tantas mujeres solas.

Que me perdonen bien perdonada, pero suena a consuelo de perdedor.
El mundo masculino no está formado por un grupo de inhibidos, ni el femenino por un grupo de aguerridas. Ésta y otras definiciones funcionan bien solamente en el Reino del Lugar Común, ese lugar atravesado por chistes burdos donde los hombres siempre son desconsiderados y las mujeres histéricas. Y yo no. Me niego a agregar mi firma al pie de tanta revista femenina que define a las mujeres como esos seres a los que la depilación les duele, la menstruación les molesta y no encuentran placer más grande que reunirse entre ellas para hablar de “cosas de chicas”. No me siento parte de ese continente femenino formado por compradoras compulsivas, fóbicas al ginecólogo, temerosas de los años, necesitadas de palabras de amor después del sexo. No pienso que los hombres son todos iguales, ni que ya no hay hombres, ni quiero ni quise casarme, ni espero que me abran puertas.
No.
Me enervan las revistas femeninas que proponen cien maneras distintas de hacerle creer a él que tuviste un orgasmo y ocho fórmulas para que te proponga casamiento sin que se dé cuenta. Yo no sé qué es lo que hace mujer a una mujer, pero sé que esas cosas no te hacen más mujer: sólo te transforman en una persona desagradable.
Durante años mi pasado de chica pueblerina fue una molestia y pensé que una buena forma de aplastar esa educación prejuiciosa era jugar, sin prudencia, a todos los juegos que la gran ciudad —y el mundo— me pusieran por delante. Así, aterricé borracha en sillones no siempre conocidos, tuve amores buenos, malos amigos, amigos sensacionales, amigas descontro­ladas. Hice mucho, dormí poco, y un día paré.
No me llevó tanto tiempo darme cuenta de que en mi canasta pueblerina quedaban unas cuantas cosas agradables. Todavía hoy tejo bufandas al crochet, y conservo con orgullo mi lado salvaje que me dice que, si me lo voy a comer, lo puedo matar sin remordimiento.
Con Diego aprendí otras cosas. A necesitar poco, a ser austera y, sobre todo, a viajar de un modo en que a mí me gustaría que fuera la vida, siempre. Lenta, amenazadora, a veces incómoda, extrema: un animal de lujo. Hace rato que supongo que las cosas que importan —la bravura, la serenidad, la conciencia de la precariedad del mundo, la hidalguía, la dignidad, la elegancia y el coraje— no son patrimonio exclusivo de mujeres ni de hombres, y en esos viajes puedo ser valiente, noble y serena. Como la vez de la tormenta. Era una tormenta en la montaña, en un país lejano. Lluvia a mares y una niebla empeorada por el humo de la quema. Diego y yo viajábamos en camioneta por la frontera entre dos países: Myanmar y Tailandia. El camino era cornisa, un jabón. En una curva inclinada con precipicio al fondo la camioneta se descontroló. Diego pudo frenar a centímetros del barranco, pero sabíamos que, cuando pusiera un pie sobre el embrague, la camioneta podía resbalar y mañana seríamos tapa de diario, llanto de familias o, con suerte, carne de hospital. Pero no dijimos nada.
—Ponete el cinturón —masticó alguno de los dos.
Diego puso primera, soltó el embrague, la camioneta se sacudió como un yacaré y empezó a bajar, a resbalar, a bajar, a resbalar. Cuando llegamos al llano, ni él ni yo dijimos nada. Nos pusimos ropa seca, y seguimos viaje sin otro comentario que una puteada diluida porque nos agarraría la noche. Llegamos a una ciudad, conseguimos un hotel y nos dormimos, roñosos y sin cenar. Si él tuvo miedo, yo no lo sé. Si yo tuve miedo, él no lo sabe. Me gusta recordar ese momento: el universo detenido en un instante feroz y Diego y yo bajando la montaña, mudos, envueltos en un silencio respetuoso. Dos caballeros conservando la calma. Fingiendo que no, aunque tuviéramos pánico. Nos queremos, también, por cosas como éstas.
En el libro El camino de las damas, de Editorial Planeta (una recopilación de relatos de mujeres viajeras, realizada por Christian Kupchik), hay un capítulo en el que Karen Bli­xen —o Isak Dinesen—, la aristocrática danesa que vivió en Kenia, asegura que a lo largo de su vida tres frases le sirvieron como guía.
La primera es una sentencia latina.
Un romano necesita navegar hasta Cartago pero la tripulación se niega a embarcar porque el mar se presenta peligroso: “Entonces, cuenta Blixen, el romano les dijo: ‘Es necesario navegar, no es necesario vivir’. Me pareció muy acertada la idea, porque mientras naveguemos, estamos vivos”.
La siguiente es una frase en francés antiguo, descubierta en el escudo de armas de la familia Finch-Hutton: Je reponderay. Significa que uno puede responder y es responsable por lo que hace.
Pero la tercera, dice la dama, es la mejor. La tercera es su frase favorita. “Hace tiempo, en un puerto lejano y sin motivo aparente, me quedé observando a un barco que se alejaba. En un momento el barco comenzó a hundirse y en el medio de esa situación trágica se me reveló su nombre: Pourquoi pas? Por qué no. Desde entonces, esa expresión se quedó conmigo. Cuando la gente lo único que hace es preguntar ¿Por qué, por qué, por qué?, a mí me parece mucho más atinado preguntar ¿Por qué no?”.
Me gustaría que en mi escudo —o en mi tumba— escribieran alguna de estas frases.
Sería mejor, claro, si pudieran escribir las tres.
FUENTE REVISTA EL MALPENSANTE: http://bit.ly/kIoNrA